Día del Libro
"Un libro, señores, es una prenda de abrigo" dice uno de los versos de nuestro poema de la semana. Un libro abre horizontes insospechados, aventuras increíbles, desata la risa, te enfrenta al mundo en el que vives y reconforta los corazones tristes. Todo puede estar en un libro. Disfrutemos de este bellísimo poema de Francisca Aguirre en estos días en los que los libros vuelven a la calle de nuevo.
NANA DE LOS
LIBROS VIEJOS
Aquel
tenducho,
porque
verdaderamente aquello era un cuchitril,
una
especie de sotanillo al que se entraba
después
de bajar unos cuantos peldaños,
aquel
escondrijo al que llamábamos la tienda verde,
puesto
que su dueño había pintado la fachada de verde,
aquella
cueva era, sin embargo, la cueva del tesoro.
Allí,
democráticamente apilados, había montones de libros viejos
algunos,
viejísimos, tan viejos,
que
se les caían las hojas como a los árboles.
Otros,
más afortunados, habían sido remendados
como
los calcetines o los zapatos.
Porque
un libro, señores, es una prenda de abrigo.
Y
el dueño de aquella tienda lo sabía.
Por
eso nosotras, cuando entrábamos
con
nuestro pobre capital,
él
nos impartía las oportunas instrucciones
para
que nos moviésemos con precaución en su establecimiento.
Nada
de manoseos con los libros.
Los
libros se desgastan, se estropean,
se
les rompen las hojas o se les caen.
Ya
no abrigan, ya no sirven, muchísimo cuidado con los libros,
sobre
todo con los que están encuadernados.
Un
libro encuadernado es algo serio.
Las
pastas son como las paredes de una casa.
Y
dentro de esa casa podemos encontrar de todo.
Por
eso el dueño de la tienda nos decía:
un
libro encuadernado es un tesoro.
Y
los tesoros, ya se sabe, cuestan caros.
Nosotras
mirábamos con avidez los libros.
Sobre
todo los viejecitos, los que tenían aire de perro apaleado.
Y
eran como de la familia. Y además, tenían la ventaja
de
ser muy baratos.
Claro
que, como decía el dueño, aquellos pobretones
debían
abrigar muy poco, pero nos daba igual.
Ya
los arreglaríamos en casa.
Y
así, hacíamos tres montones,
y
el dueño nos cobraba una peseta
por
aquella montaña de desperdicios
aunque
antes de marcharnos nos decía muy claro:
me
los tenéis que devolver el lunes.
Y
no creáis que no sé yo las hojas que tiene cada uno.
Y
el sábado empezaba la aventura.
Porque
lo que el librero no sabía era que en cada libro había una mina,
y
a veces, cuanto más viejo el libro, mejor era la mina.
Aquellas
páginas marchitas calentaban como una gran hoguera.
Y
así, durante muchos sábados y domingos,
rodeadas
de desperdicios ilustrados,
vivimos
el milagro de abrigarnos con las maravillosas páginas
de
Tolstoi en Resurrección,
o
las Aventuras de Mark Twain,
con
las desdichas de las Pobres Gentes
de
Dostoievski,
con
los Viajes de Gullivert,
pasamos
hambre con Hamsum, y comimos su pan,
viajamos
al espacio y al fondo de los mares con Julio Verne.
Aquellos
desperdicios de papel desencuadernados y rotos
fueron
para nosotras la deslumbrante Biblioteca de Alejandría.
Nadie
ha tenido una universidad más mágica que aquella.