domingo, 24 de abril de 2022

Día del Libro

"Un libro, señores, es una prenda de abrigo" dice uno de los versos de nuestro poema de la semana. Un libro abre horizontes insospechados, aventuras increíbles, desata la risa, te enfrenta al mundo en el que vives y reconforta los corazones tristes. Todo puede estar en un libro. Disfrutemos de este bellísimo poema de Francisca Aguirre en estos días en los que los libros vuelven a la calle de nuevo.

 

                              NANA DE LOS LIBROS VIEJOS

Aquel tenducho,

porque verdaderamente aquello era un cuchitril,

una especie de sotanillo al que se entraba

después de bajar unos cuantos peldaños,

aquel escondrijo al que llamábamos la tienda verde,

puesto que su dueño había pintado la fachada de verde,

aquella cueva era, sin embargo, la cueva del tesoro.

Allí, democráticamente apilados, había montones de libros viejos

algunos, viejísimos, tan viejos,

que se les caían las hojas como a los árboles.

Otros, más afortunados, habían sido remendados

como los calcetines o los zapatos.

Porque un libro, señores, es una prenda de abrigo.

Y el dueño de aquella tienda lo sabía.

Por eso nosotras, cuando entrábamos

con nuestro pobre capital,

él nos impartía las oportunas instrucciones

para que nos moviésemos con precaución en su establecimiento.

Nada de manoseos con los libros.

Los libros se desgastan, se estropean,

se les rompen las hojas o se les caen.

Ya no abrigan, ya no sirven, muchísimo cuidado con los libros,

sobre todo con los que están encuadernados.

Un libro encuadernado es algo serio.

Las pastas son como las paredes de una casa.

Y dentro de esa casa podemos encontrar de todo.

Por eso el dueño de la tienda nos decía:

un libro encuadernado es un tesoro.

Y los tesoros, ya se sabe, cuestan caros.

Nosotras mirábamos con avidez los libros.

Sobre todo los viejecitos, los que tenían aire de perro apaleado.

Y eran como de la familia. Y además, tenían la ventaja

de ser muy baratos.

Claro que, como decía el dueño, aquellos pobretones

debían abrigar muy poco, pero nos daba igual.

Ya los arreglaríamos en casa.

Y así, hacíamos tres montones,

y el dueño nos cobraba una peseta

por aquella montaña de desperdicios

aunque antes de marcharnos nos decía muy claro:

me los tenéis que devolver el lunes.

Y no creáis que no sé yo las hojas que tiene cada uno.

Y el sábado empezaba la aventura.

Porque lo que el librero no sabía era que en cada libro había una mina,

y a veces, cuanto más viejo el libro, mejor era la mina.

Aquellas páginas marchitas calentaban como una gran hoguera.

Y así, durante muchos sábados y domingos,

rodeadas de desperdicios ilustrados,

vivimos el milagro de abrigarnos con las maravillosas páginas

de Tolstoi en Resurrección,

o las Aventuras de Mark Twain,

con las desdichas de las Pobres Gentes

de Dostoievski,

con los Viajes de Gullivert,

pasamos hambre con Hamsum, y comimos su pan,

viajamos al espacio y al fondo de los mares con Julio Verne.

Aquellos desperdicios de papel desencuadernados y rotos

fueron para nosotras la deslumbrante Biblioteca de Alejandría.

Nadie ha tenido una universidad más mágica que aquella.



 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario