sábado, 27 de octubre de 2018

Charles Baudelaire
Charles Baudelaire (1821-1867) es uno de los poetas más conocidos de las letras francesas. Considerado uno de los poetas malditos por su vida bohemia su poesía era demasiado audaz para la época en que vivió. Las flores del mal fue una obra incomprendida en su momento, pero de una influencia enorme en la lírica posterior. A ella pertenece el poema de esta semana, elegido para contraponer nuestros mitos propios frente al avance colonizador implacable de la sociedad americana.

Don Juan aux enfers

 

Quand Don Juan descendit vers l'onde souterraine
Et lorsqu'il eut donné son obole à Charon,
Un sombre mendiant, l'oeil fier comme Antisthène,
D'un bras vengeur et fort saisit chaque aviron.

Montrant leurs seins pendants et leurs robes ouvertes,
Des femmes se tordaient sous le noir firmament,
Et, comme un grand troupeau de victimes offertes,
Derrière lui traînaient un long mugissement.

Sganarelle en riant lui réclamait ses gages,
Tandis que Don Luis avec un doigt tremblant
Montrait à tous les morts errant sur les rivages
Le fils audacieux qui railla son front blanc.

Frissonnant sous son deuil, la chaste et maigre Elvire,
Près de l'époux perfide et qui fut son amant,
Semblait lui réclamer un suprême sourire
Où brillât la douceur de son premier serment.

Tout droit dans son armure, un grand homme de pierre
Se tenait à la barre et coupait le flot noir,
Mais le calme héros, courbé sur sa rapière,
Regardait le sillage et ne daignait rien voir.

 

               Don Juan en los infiernos

 

Cuando don Juan bajaba a las aguas ocultas,

tras de dar a Caronte la obligada moneda,

un mendigo sombrío de mirada orgullosa,

vengativo y potente, empuñó los dos remos.

 

Entreabierto el vestido y mostrando sus pechos,

se agitaban mujeres bajo el cielo nocturno;

y al igual que un rebaño, que aceptara la muerte,

lo seguían reptando, con un largo mugido.

 

Esganarell, riendo, le exigía su paga,

y entretanto, don Luis, con un dedo convulso,

señalaba a los muertos que vagaban en torno

a aquel hijo rebelde, que insultara sus canas.

 

Temblorosa y de luto, casta y grácil Elvira,

junto al pérfido esposo, que también fue su amante,

parecía exigirle la suprema sonrisa

que tuviera lo dulce del primer juramento.

 

Empotrado en el hierro, un gigante de piedra

al timón, iba hendiendo la negruzca laguna;

pero el héroe, impasible, apoyado en su acero,

contemplaba la estela, sin dignarse ver nada.
 
 

  

 

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